20 de Agosto de 2024 a las 14:56
El reciente fallecimiento de José Juan Sanabria, más conocido como Pijuán, ha dejado un vacío profundo en la comunidad de San Juan, en Telde. Pijuán no solo fue un hombre comprometido con la lucha por las libertades y el bienestar de su barrio, sino que también representó un ejemplo de fe y dedicación cristiana. Sin embargo, lo que debería haber sido un homenaje a su legado se ha convertido en una fuente de dolor y desilusión, tras la decisión de la Basílica Menor de San Juan Bautista de no cumplir con su última voluntad de recibir un responso en el templo que tanto amó.
Foto/ TA
Este hecho, que ha generado la indignación de su familia y de muchos que lo conocieron, pone en tela de juicio el papel de la Iglesia en la vida de sus fieles. Es difícil entender cómo una institución que predica el amor, la compasión y el servicio a la comunidad puede justificar la negativa a honrar la última voluntad de un hombre cuya vida fue un ejemplo de esas mismas virtudes. El argumento de que había "demasiado trabajo" resulta no solo insensible, sino también contrario al espíritu de servicio que debería caracterizar a cualquier institución religiosa.
La decepción de la familia de Pijuán es comprensible. No se trata solo de un incumplimiento de un deseo personal, sino de una falta de reconocimiento al legado de una persona que dedicó su vida a su comunidad y a su fe. El hecho de que la Iglesia, que debería ser un refugio en momentos de dolor, se excuse con argumentos administrativos para negarle un homenaje en su última morada espiritual, es un reflejo preocupante de una desconexión entre la institución y los fieles que la sostienen.
Este caso, lamentablemente, no es aislado. Cada vez es más evidente que la Iglesia, o al menos ciertos sectores de ella, está perdiendo su capacidad de empatizar con los problemas y deseos de su comunidad. Como bien señala don Luis Gispert en su opinión, esta actitud podría estar vaciando los templos, alejando a los creyentes que no encuentran en la Iglesia la comprensión y el apoyo que esperan.
La situación vivida por la familia de Pijuán nos obliga a reflexionar sobre el verdadero papel de las instituciones religiosas en nuestra sociedad actual. No podemos olvidar que la Iglesia no solo es un lugar de culto, sino también una entidad moral que tiene el deber de acompañar a los fieles en todas las etapas de la vida, especialmente en los momentos más difíciles. Negar un responso en una iglesia a alguien que dedicó su vida a ella es, sin duda, un acto que contradice los principios más fundamentales del cristianismo.
Es imperativo que la Iglesia reflexione sobre sus decisiones y recupere su compromiso con la comunidad, volviendo a ser ese faro de esperanza y consuelo que tantas personas necesitan. Las mejores personas, como Pijuán, merecen ser tratadas con dignidad y respeto, tanto en vida como en muerte. De lo contrario, corremos el riesgo de que la sociedad pierda la confianza en una institución que, en teoría, debería estar al servicio del bien común.
En memoria de Pijuán, es crucial que su legado no sea empañado por la insensibilidad de quienes debieron honrarlo. Su vida, marcada por la lucha, el sacrificio y la fe, debe ser recordada y celebrada en todos los espacios que él tanto valoró. Es el mínimo tributo que merece una persona que dio tanto a su comunidad y a su iglesia. Que descanse en paz, con la certeza de que su ejemplo perdurará más allá de este triste episodio.
RAV/ Luis Gispert