24 de Agosto de 2025 a las 17:17
Este domingo, la playa de Melenara se llenó de aplausos, nostalgia y sardinas. Bueno, de siete kilos de sardinas, para ser exactos. Lo que muchos celebraron como un gesto entrañable de tradición —la recreación del chinchorro, ese arte de pesca que antaño unía a vecinos y marineros— debería haberse cuestionado con más rigor. Porque lo que se celebró no fue solo una costumbre, sino la puesta en escena de una práctica prohibida desde hace casi cuatro décadas en Canarias por su impacto ambiental.
El chinchorro, como red de cerco-arrastre, fue vetado en 1986 por razones que siguen siendo válidas hoy: arrasa con todo lo que encuentra a su paso, sin discriminar entre especies ni tamaños, y daña gravemente los fondos marinos. ¿De verdad queremos que nuestras fiestas patronales se conviertan en escaparates de técnicas que la ley y la ciencia han condenado?
Los organizadores de las fiestas de Melenara, lejos de asumir una postura responsable, han optado por el sentimentalismo fácil. Han convertido una infracción en espectáculo, una norma en anécdota. Y aunque se escuden en que es una “recreación simbólica”, lo cierto es que se utilizó una red, se arrastró sobre el lecho marino, y se capturaron peces. ¿Dónde está el límite entre lo simbólico y lo ilegal?
El romanticismo de ver “cómo la mar entrega, aunque sea poco, el eco de una tradición que se resiste a desaparecer” no puede justificar el incumplimiento de normativas que protegen nuestros océanos. La cultura no debe estar reñida con la sostenibilidad. Y si queremos honrar nuestras raíces, hagámoslo con inteligencia, con respeto por el entorno y con creatividad que no implique revivir prácticas que ya no tienen cabida en el presente.
Las fiestas son para celebrar, sí. Pero también para educar, para inspirar, para mostrar que tradición y conciencia pueden ir de la mano. Este año, Melenara perdió una oportunidad de oro para hacerlo. Ojalá el próximo verano el mar nos entregue algo más que sardinas: nos entregue sentido común.
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